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martes, 29 de diciembre de 2015

Había una que me gustaba. Más que las otras. Y las otras me gustaban mucho. Se llamaba Estrella y tenía el pelo largo y rizado y unos ojos bonitos y diecisiete años. Vivía en el barrio rico. Sus amigas eran todas gilipollas; pero ella no, ella era tan dulce, que me la hubiera comido allí mismo en la puerta del cine. Iba todos los domingos. Yo vendía tabaco de contrabando y pipas de calabaza. “-¿De qué se ríen tus amigas? -De nosotros. Dicen que estoy perdiendo el tiempo. Que se me ve rara contigo. -Porque soy de Los Cerros. ¿No? ¿Y qué haces hablando conmigo? -Me gusta cómo me miras...” En aquel momento tuve la certeza de que Estrella iba a darme muchos problemas. Pero lo único que me salió de la boca, fue que quería invitarla a café. “-¿Y mis amigas?” Tus amigas que se vayan a tomar por culo. Y tú te vienes conmigo, con un chico de Los Cerros a que yo te diga lo bonita que eres y te pase la mano por la cintura detrás de una tapia y te coma esa fresa que tienes en la cara. Bueno, no dije exactamente eso; pero Estrella era lista. Si no, no tendría aquel nombre. Claro que nos fuimos. Calle abajo, bajo las primeras lluvias de una bonita tarde de febrero. Me habló de sus padres. De que la iban a casar con un estudiante de abogacía que tenía la cara como el cartón y nunca le había puesto un dedo encima en seis meses de novios. Que era hijo de unos amigos de la familia de toda la vida. Que se llamaba Álvaro. Que era un chico genial. Pero Estrella estaba allí. Conmigo. Para que yo la mirara de aquella manera que a ella le gustaba. Para quedarse callada cuando a mí se me escapaba un suspiro mirándole aquellas tetitas como flanes debajo de la blusa, que yo imaginaba blancas y tiernas y a punto de brotar, seguro, que sabían a pan. Conmigo. Para que en lo que tardaba en enfriarse un café, la hiciera añicos. La besé. Sólo una vez. No tanto tiempo cómo hubiera deseado; pero sí lo suficiente como para que todos nuestros átomos se hubieran fusionado, llegando así a un estado cuasi perfecto de entendimiento y levitación en el que sobraba cualquier tipo de lenguaje para que los dos supiéramos que en cuanto nuestros labios se separaran ella iba a levantarse de la silla porque venía de camino ya el caracartón en un coche muy chulo que se había rec ién comprado y yo, me quedaría allí un buen rato más. Disfrutando del olor de Estrella todavía flotando en torno mío, como sólo se disfruta de lo inalcanzable.